Lluís Pla Vargas
Coordinador del Seminario de filosofía política de la
Universidad de Barcelona.
Josep Vives-Rego
Profesor Honorífico. Universidad de Barcelona.
Lluís González Vaqué
Exconsejero de la Comisión Europea, Coordinador de las
políticas agroalimentarias “Fundación Triptolemos”
RESUMEN: La expresión ”paradoja alimentaria
contemporánea” hace referencia al hecho de que en la actualidad más de un
tercio de los alimentos en todo el planeta se despilfarran o desperdician a lo
largo de la cadena de producción, distribución y consumo y en paralelo, unos
800 millones de personas sufren malnutrición extrema. Además de la enorme
pérdida económica y de que esos alimentos desperdiciados generan residuos y
contaminan aguas y suelos, deben tenerse en cuenta los innegables aspectos
éticos y de justicia ambiental y social que llevan aparejados. Desde el punto
de vista filosófico, consideramos que el régimen alimentario mundial no únicamente
vulnera la justicia alimentaria al no garantizar la seguridad alimentaria de
millones de personas en el mundo, sino que además constituye e impulsa el
despilfarro alimentario e infringe ciertos requisitos mínimos de la justicia
ambiental. Finalmente, se describen las políticas preventivas del
despilfarro alimentario.
PALABRAS CLAVE: paradoja alimentaria, justicia
ambiental, comportamiento humano, justicia alimentaria, ecología.
SUMMARY: The term "contemporary food
paradox" refers to the fact that more than a third of the world's food is
currently wasted along the production, distribution and consumption chain and,
in parallel, some 800 million people suffer from extreme malnutrition. In
addition to the enormous economic loss and the fact that these wasted
foodstuffs generate waste and pollute water and soil, the undeniable ethical,
environmental and social justice aspects associated with them must be taken
into account. In this work, we first address the philosophical foundation that
revolves around food and environmental justice in relation to food waste. From
a philosophical point of view, we believe that the global food regime not only
violates food justice by failing to ensure the food security of millions of
people around the world, but also constitutes and drives food waste and
violates certain minimum requirements of environmental justice. We also
describe the preventive policies of food waste.
KEYWORDS: food paradox, environmental justice, human
behavior, food justice, ecology.
Evangelio según San Juan, 6 (11 y 12), en relación a la multiplicación de los
panes y los peces: «11. Entonces Jesús tomó los panes, dio las gracias y los
repartió entre los que estaban sentados. Lo mismo hizo con los pescados, y
todos recibieron cuanto quisieron. 12. Cuando quedaron satisfechos, Jesús dijo
a sus discípulos: «Recojan los pedazos que han sobrado para que no se pierda
nada.»
1. El despilfarro alimentario y la justicia ambiental
El Segundo
tratado del gobierno civil, de John Locke, publicado en 1690, es uno de los
textos filosófico-políticos más relevantes de la modernidad. Como es bien
conocido, Locke desarrolla aquí la teoría de la legitimación del gobierno
representativo por medio del consentimiento de los gobernados. Uno de los pasos
fundamentales de esta teorización se lleva a cabo en la exposición acerca de la
propiedad (Locke, 1990, V, §§ 24-51). Por medio de esta exposición, Locke
pretende, en primer lugar, defender la idea de que el derecho de propiedad se
apoya en el trabajo, es decir, que solo aquel que ha incorporado trabajo a algo
puede reclamar legítimamente el derecho a la propiedad de una parte o la
totalidad de ese algo. Pero, en segundo lugar, Locke está sentando las bases
para justificar, en un momento ulterior, que la finalidad principal que persiguen
los hombres al reunirse en comunidades y someterse a un gobierno es,
precisamente, la preservación y la garantía del derecho de propiedad (Cfr. Locke, 1990, IX, § 124). Parecería
poco probable encontrar en este texto, ni tampoco en este particular contexto,
una reflexión acerca de la problemática del despilfarro alimentario y, sin
embargo, al comienzo del capítulo sobre la propiedad, el pensador inglés dice
lo siguiente:
«El hombre puede apropiarse las cosas por su trabajo en la
medida exacta en que le es posible utilizarlas con provecho antes de que se
echen a perder. Todo aquello que excede a ese límite no le corresponde al
hombre, y constituye la parte de los demás. Dios no creó nada con objeto de que
el hombre lo eche a perder o lo destruya.» (Locke, 1990, V, § 30, 40)
Y un poco más adelante, añade:
«[…] todo aquel que empleaba de ese modo su esfuerzo en
cualesquiera de los productos espontáneos de la Naturaleza y de una manera
capaz de alterar el estado en que ésta se los ofrecía a todos, adquiría, por
ese acto, la propiedad de los mismos; pero si esos frutos o animales perecían
estando en poder suyo, sin que él los consumiese, es decir, si los frutos se
pudrían o la caza se corrompía antes que él la hubiera consumido, faltaba con
ello a la ley común de la Naturaleza y se hacía reo de un castigo, porque de
ese modo privaba a su vecino de la parte que le correspondía […].» (Locke,
1990, V, § 37, 48-49)
Es seguro que los razonamientos de
Locke debieron resonar con el timbre de la aceptación entre sus contemporáneos.
Éstos también debieron presuponer la existencia de un Dios que, si bien podía
mostrarse distante, resultaba ser un proveedor inagotable. Asimismo, también
debieron compartir la idea de que la abundancia de recursos suministrados por
la deidad benevolente era tal que, bajo el marco de la ley natural, podría
imposibilitar las disputas entre los hombres a causa de ellos. Hoy, se admite
que la provisión alimentaria depende de la naturaleza en una primera y
fundamental etapa, pero que luego se encadena con una serie de complejas
dinámicas económicas, sociales y culturales a nivel mundial, en lo que algunos
denominan “régimen alimentario global” (Pigrau, González y Castellà, 2015:
10-43), al tiempo que se reconoce que, si bien los recursos naturales son
limitados, hay suficientes alimentos en el mundo para cubrir las necesidades de
todos sus habitantes (FAO, 2009, WSFS/INF/2). Pero, por otro lado, también se
reconoce, a menudo con rabia e impotencia, que las desigualdades de ingresos
entre países y regiones, la carencia de estructuras de protección social en
muchos lugares del mundo y los conflictos por el control económico y político
de las cadenas de suministro en todas y cada una de sus partes (producción,
transporte, almacenaje, y distribución) están a la orden del día y frustran ese
objetivo moralmente deseable.
En paralelo a la percepción del
problema de la injusticia de la distribución desigual de los alimentos debido a
las desigualdades de riqueza, se ha desarrollado desde el último tercio del
siglo XX, y en buena medida conectada con el desarrollo del pensamiento
ecologista, una consciencia acerca del problema del despilfarro alimentario.
Sabemos que el despilfarro alimentario está creciendo a nivel global, aunque
por razones distintas en los países ricos y en los países pobres o en vías de
desarrollo (FAO, 2012; Gascón y Montagut, 2014; Parfitt et al., 2010), y que, dado que se dispone de los medios financieros
y técnicos para reducirlo, resulta moralmente intolerable que se siga generando
a esos niveles, sobre todo cuando se contrastan con las cifras de las personas
que pasan hambre en el mundo. La existencia de millones de personas hambrientas
en un contexto en el que se desperdician alimentos aptos para el consumo
resulta particularmente sangrante si se tiene en cuenta que muchos países han
suscrito convenios jurídicos vinculantes para llevar a cabo acciones que
garanticen el derecho a la alimentación. Entre estos convenios, hay que
mencionar dos muy relevantes: la Declaración Universal de los Derechos Humanos
de 1948, que en su artículo 25 reconoce el derecho a la alimentación como
fundamental para el desarrollo de una vida digna, y el Pacto Internacional de
Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966, que la complementa, y que
en su artículo 11, punto 2, reconoce el derecho fundamental de toda persona a
estar protegida contra el hambre, para lo cual reclama dos intervenciones
distintas de los poderes públicos: una científico-técnica, capaz de mejorar la
productividad, conservación y distribución de los alimentos, y otra jurídica y
política, capaz de asegurar una distribución equitativa de los alimentos en
todo el mundo.
Así pues, un mismo hilo moral
conecta el pasaje del Evangelio según San Juan citado en el epígrafe inicial,
el planteamiento puritano e iusnaturalista
de Locke en el siglo XVII, las reflexiones económicas y sociológicas actuales
acerca del despilfarro alimentario y la preocupación sobre el hambre de los
juristas que elaboraron las declaraciones de derechos más relevantes del siglo
XX. Ya sea que se presuponga una abundancia ilimitada de recursos como una
escasez alarmante de los mismos, ya sea que los hombres se desenvuelvan en el
marco de lo que toman como la ley natural como que lo hagan en el plexo
intramundano de las nuevas regulaciones de la globalización neoliberal, resulta
significativo que la misma clase de censura moral pueda aplicarse a lo largo de
la historia no solamente al hecho de que haya hambrientos cuando podría
evitarse que los hubiera, sino también al hecho de echar a perder, despilfarrar
o destruir aquellos recursos o productos que pueden ser de provecho para el
consumo humano.
Una sociedad que hace lo posible
para erradicar el hambre y reducir al máximo la pérdida o el despilfarro de los
alimentos apunta a una cierta forma de justicia, la justicia alimentaria. Hay
diversas formas en que esto puede lograrse, siendo la propuesta de la soberanía
alimentaria una de ellas (Patel, 2009). La justicia alimentaria podría ser
especificada como el logro social y ético de mantener una distribución
equitativa de productos comestibles bajo la garantía de la seguridad
alimentaria. Puede entenderse la seguridad alimentaria como el acceso
garantizado públicamente a comida saludable, nutritiva e inocua, aunque no
sería desdeñable poder incluir en tal
estipulación una nota relativa a la adecuación cultural de los
alimentos, puesto que la comida está íntimamente ligada con las maneras en que
se socializan los individuos en los hogares y las comunidades y, por
consiguiente, no solo es importante poder comer, sino también poder escoger qué
comer. Ahora bien, desde nuestra perspectiva, entendemos que la justicia
alimentaria debería ser entendida como un caso particular de la justicia
ambiental. Desde la década de 1970, la ética ambiental, como campo filosófico
especializado, ha venido abordando las cuestiones morales que atañen a la
relación del ser humano con la naturaleza, ya sea la modificada por la mano del
hombre como la no tocada por éste. En particular, ha tratado de concretar qué
clase de obligaciones morales tenemos, en el caso de que realmente existan, con
respecto a la naturaleza humana y no humana. Por una parte, el desarrollo de la
ética ambiental se ha visto sacudido por polémicas recurrentes acerca de si las
posiciones normativas acerca de una parte o la totalidad del mundo natural deben
ser antropocéntricas o no, sobre si existe o no un valor intrínseco en parte o
la totalidad de la naturaleza no humana, o acerca de si es más correcto aplicar
un enfoque holístico o más bien individual en el examen del valor de las
entidades naturales. Por otra parte, la disciplina también ha acogido y
digerido propuestas de reorientación general de su enfoque como, por ejemplo,
las que se substancian en la ecología profunda de Arno Naess o el ecofeminismo
de Karen Warren (McShane, 2009).
Que la justicia alimentaria sea un
caso particular de la justicia ambiental presupone la existencia de una
conexión funesta entre la disparidad en el acceso a alimentos necesarios y
seguros en los regímenes alimentarios globales, el hecho de que éstos estén
fundamentalmente controlados por grandes corporaciones privadas, la carencia de
estructuras públicas orientadas al interés general capaces de aminorar la
acción de aquéllas en muchos lugares del mundo y la degradación ambiental. El
concepto de justicia alimentaria puede ser presentado entonces como «una
extensión conceptual de una idea más inclusiva de justicia ambiental» (Alkon y
Norgaard, 2009: 293), una extensión de la que se deduce, por tanto, que los
atentados contra la justicia alimentaria equivalen a vulneraciones concretas
del ideal de la justicia ambiental. Ahora bien, este mismo modelo favorece
también las pérdidas evitables y el despilfarro de los alimentos, ya que no
incentiva las mejoras técnicas en el almacenaje adecuado y la distribución
diligente de los comestibles, que es la causa principal de las pérdidas en los
países pobres o en desarrollo, ni tampoco está particularmente inclinado a
concienciar del escándalo de la comida aprovechable tirada después de haber
sido adquirida por los consumidores, que es la causa principal del despilfarro
en los países ricos, dado que su objetivo prioritario es vender alimentos por
encima de la capacidad de consumo. Pero la estructura de los regímenes
alimentarios mundiales, desarrollada en la actualidad sobre la explotación
capitalista de las materias primas en procesos de carácter industrial, la
posibilidad del transporte rápido de las mercancías a todos los puntos del
globo y la economía financiera, que puede especular libremente con el precio de
los alimentos, no solo reparte de manera inequitativa las cargas del deterioro
ambiental en los suelos, ríos y vertederos de muchos lugares del planeta, sino
que, además, sustrae a muchas comunidades la capacidad de seguir alimentándose
como lo habían hecho durante generaciones (Alkon y Norgaard, 2009; Berson,
2014).
2. La paradoja alimentaria
contemporánea
La expresión “paradoja alimentaria contemporánea”[1]
hace referencia al hecho de que en la actualidad más de un tercio de los
alimentos en todo el planeta se despilfarran o desperdician[2]
al tiempo que unos 800 millones de personas sufren malnutrición extrema[3].
Estos datos, sin embargo, deben ser tomados con cautela, pues responden a
estudios no actualizados que se retrotraen a las décadas de 1970 y 1980 y que,
por lo demás, utilizan metodologías distintas para contabilizar los porcentajes
(Parfitt et al 2010; FAO 2012). En
todo caso, la paradoja alimentaria es un problema global y transversal en el
que, más allá de lo contradictorio de la situación y la consternación e
inquietud que nos produce, las implicaciones económicas, sociales, políticas y
ecológicas son graves. Además de la enorme pérdida económica y que esos
alimentos desperdiciados generan residuos y contaminan aguas y suelos, deben
tenerse en cuenta los innegables aspectos éticos y de justicia social y
ambiental que van asociados. Tras los datos relativos a la malnutrición,
aparecen dramas como la muerte prematura infantil, el deficiente desarrollo
físico y mental de la juventud e incluso el fallecimiento por hambre de no
pocos adultos. La situación de estas personas plantea la cuestión de cómo
promocionar o preservar su derecho a ser alimentadas adecuadamente y, por
tanto, su dignidad como seres humanos, habida cuenta de que hoy en día se
producen alimentos suficientes para abastecer a toda la humanidad (FAO, 2009,
WSFS/INF/2). A pesar de ello, hay que insistir en que sigue habiendo una
importante población tanto en países desarrollados, como en vías de desarrollo,
que carece de alimentos o los que tiene son insuficientes para evitar la
malnutrición. En el mundo desarrollado, en cambio, es un hecho habitual
desperdiciar y tirar a la basura alimentos aptos para el consumo, como
consecuencia de la selección de calidades y descartes resultantes de las
demandas e imposiciones del mercado y también el mal uso que se hace en los
hogares. Resolver esta paradoja es uno de los grandes retos del siglo XXI y es
obvia la urgente necesidad de reducir los desperdicios alimentarios.
Entendemos que los mecanismos que
adopten la forma de obligaciones jurídicas no solo deben contribuir a la
resolución del problema, sino que la conjunción de la reflexión jurídica, el
enfoque ético y la tecnociencia en esta problemática ha de representar una
contribución mayor para resolver esta lacra impropia del siglo XXI. Creemos que
la reducción del desperdicio alimentario debería concebirse como una obligación
ética para todos los que tienen la posibilidad de impedir o mitigar, de uno u
otro modo, el despilfarro de los alimentos. Esta obligación debería imponerse a
todas las personas físicas y también a las empresas, organizaciones y autoridades,
indistintamente de que se trate de productores, comerciantes o consumidores
finales. Vale la pena subrayar que una buena parte del desperdicio ocurre en
los hogares de las sociedades avanzadas. En los países en vías de desarrollo,
en cambio, el desperdicio mayoritario tiene lugar especialmente en las etapas
de producción, distribución y almacenamiento. Estos aspectos indican claramente
que la intervención del Derecho debe hacerse con gran cautela cuando afecte a
la libertad íntima de los individuos y familias. En estos casos entendemos que
la legislación debería dirigirse a desarrollar medidas de educación,
concienciación e incentivos de tipo económico. Por otro lado, entendemos que es
fundamental adoptar normativas dirigidas a los productores, fabricantes,
distribuidores y comerciantes de alimentos. Todos ellos deberían ser
responsables del establecimiento y aplicación de las medidas preventivas del
desperdicio. Para ello deben definirse normas, protocolos y procedimientos que
mejoren la seguridad alimentaria a partir de la estrecha y leal colaboración
entre empresas del sector, científicos y legisladores.
En este punto, un debate
inevitable es si la obligación jurídica debe estar dirigida a proteger “los
medios” o garantizar “los resultados”, sin descartar alguna categoría jurídica
intermedia. Sin embargo, entendemos que esa cuestión no cabe en este trabajo ni
por motivos de espacio ni de especialidad temática. En todo caso, la magnitud
ética, económica y social del problema nos obliga a reaccionar. Aunada a otras
medidas y avances tecnocientíficos, la legislación puede contribuir
significativamente a la hora de reducir el desperdicio alimentario. Hasta hace
poco tiempo, el alimento ha sido concebido desde una perspectiva jurídica como
un bien mueble, pero a partir del actual estado de cosas debería ser
considerado como un bien que no puede ni debe ser de uso antojadizo ni
utilizado como arma económica o política. Más allá de las poderosas reglas que
rigen el comercio y la política, vislumbramos unos principios generales, unas
aspiraciones relacionadas con la justicia alimentaria y, en último término,
ambiental, que coronan como objetivo primordial a un ser humano consciente no
solo de los límites de la Naturaleza, sino también del precio que ha tenido y todavía
tiene lograr el bienestar a sus expensas.
Como acabamos de mencionar, en
realidad, el desperdicio alimentario tiene lugar en todos los estadios de la
producción y consumo de alimentos. Es por tanto imprescindible fomentar,
establecer y desarrollar conductas que prioricen la prevención y la gestión del
desperdicio alimentario en todas sus facetas y desde todos sus orígenes. Todo
ello es de la máxima urgencia si se tiene en cuenta que uno de los peores
escenarios al cual nos podemos ver abocados tiene que ver con la previsión de
tener que alimentar a una población de 9 a 10 mil millones de habitantes en el
año 2050; si finalmente esta hipótesis del crecimiento de la población se
concretara realmente, entonces aún
tendremos menos margen de maniobra si, mientras tanto, no hemos sido
capaces de mitigar la paradoja alimentaria actual.
3. Consecuencias ecológicas del
desperdicio alimentario.
La pérdida de alimentos en general tiene numerosas
consecuencias ecológicas y ambientales. La primera y fundamental es que todo
alimento desperdiciado, implica una inútil pérdida de agua, energía, semillas,
abonos, plaguicidas, suelo y nutrientes durante el proceso de producción,
recolección y distribución a todos los niveles. También deben tenerse en cuenta
los materiales desperdiciados como los envases (papel, vidrio, plástico,
madera, metales, etc.); la maquinaria y equipamientos que, como consecuencia de
ese despilfarro, se han infrautilizado y el correspondiente uso de energía. A
todo ello habría que añadir la deforestación y las obras hidráulicas que se han
generado para aumentar una producción que no va a ser consumida y que va a
suponer problemas adicionales de contaminación o dificultades añadidas a la
hora de alcanzar un futuro sostenible. Los alimentos desperdiciados acaban contaminando las aguas y los suelos y,
durante el proceso de putrefacción, degradación y compostaje, se producen
cantidades ingentes de gases de efecto invernadero (dióxido de carbono y
metano, entre otros) con el consiguiente efecto adverso sobre el clima.
Finalmente, habría que puntualizar
que, según Thyberg y Tonjes (2016), la producción de las cantidades de
alimentos perdidas y desperdiciadas se estima que representan un 24% del total
del agua consumida en la producción de esos alimentos; 23% de la tierra de
cultivo y 23% de los fertilizantes utilizados. Solo en Estados Unidos de
América, el despilfarro alimentario es responsable del 2% de la energía total
consumida por año y del 25% del agua consumida. Por otra parte, hay que tener
en cuenta que, solamente en ese mismo país, se emiten aproximadamente 112.920
millones de metros cúbicos de dióxido de carbono (CO2) por año como
consecuencia del despilfarro alimentario (Thyberg y Tonjes, 2016).
Por consiguiente, al resaltar el
problema ético que representa que se pierdan alimentos que podrían destinarse a
la población que pasa hambre, debería poder añadirse la evaluación del problema
de justicia ambiental que representa el conjunto de impactos negativos sobre la
sostenibilidad ecológica. También debe decirse que el desperdicio alimentario
puede generar beneficios ecológicos si se utiliza para producir compost o para
generar biogases (básicamente metano), siempre y cuando se recupere y utilice
como alternativa energética renovable.
4. Orígenes y causas de la paradoja
alimentaria.
La magnitud del desperdicio de alimentos en el mundo
actual tiene sus orígenes en que el alimento, por su propia esencia, es un
producto biodegradable, es decir que en condiciones naturales y en función de
la temperatura y humedad a las cuales está expuesto, se coloniza rápida y
fácilmente por microorganismos o plagas y se degrada, con lo que no puede ser
utilizado para su consumo por los seres
humanos. Es decir, la mayor parte del desperdicio alimentario corresponde a los
alimentos perecederos como son las frutas y verduras frescas, los derivados
lácteos, carnes, pescados y pastelería (Parfitt et al., 2010). Además, las situaciones climatológicas extremas
(sequía, inundaciones, incendios, etc.) también pueden destruir total o
parcialmente las cosechas o los animales destinados a ser alimentos.
Actualmente
hay tres tendencias globales que inducen las pérdidas alimentarias: i) el
proceso de urbanización y crecimiento de las ciudades con la consecuente
reducción de la población mundial dedicada a la agricultura; ii) la transición
dietética, que con el aumento de la capacidad adquisitiva de los países
desarrollados, disminuye el consumo directo de cereales, gramíneas y
leguminosas, mientras que aumenta el consumo de frutas y verduras frescos,
derivados lácteos, carne, pescado y productos elaborados, los cuales son
productos más delicados, vulnerables y propensos a deteriorarse; iii) el
incremento del comercio internacional tanto de alimentos frescos como
procesados (Cfr. Parfitt et al., 2010:
3067).
Sin
embargo, más allá de estas circunstancias que en principio pueden considerarse
adversas, queremos señalar los tres tipos de actuaciones que pueden llevarse a
cabo para mitigar o remediar el desperdicio alimentario: la que puede hacerse
en el campo tecnocientífico, la que tiene que ver con los comportamientos de
activistas, productores, distribuidores y consumidores y, finalmente, la que
pueden llevar a término los juristas. Estos tres elementos deben aplicarse
teniendo en cuenta que la distribución de las pérdidas de alimentos varía entre
países desarrollados y en vías de desarrollo y, también, entre consumidores y
productores ricos y pobres.
En
general, como ya hemos apuntado las pérdidas o desperdicios alimentarios son
mayores en los países desarrollados y tienen lugar durante los procesos de
consumo. En las sociedades ricas, el desperdicio alimentario suele estar
vinculado a la etapa posterior a la compra: se trata, en particular, de que del
exceso de alimentos adquiridos, una parte es desechada por los consumidores. En
cambio, en los países no desarrollados y en los que están en vías de
desarrollo, el desperdicio alimentario tiene lugar mayoritariamente en los
primeros estadios de producción, almacenamiento y distribución (Cfr. Papargyropoulou et al., 2014). Por tanto, las estrategias destinadas a mitigar las
pérdidas de alimentos deben ser diferentes en ambos tipos de países.
3.1. Causas tecnocientíficas del
desperdicio alimentario.
Desde los orígenes de la humanidad, los avances
tecnológicos han puesto a disposición de los humanos una serie de
procedimientos que permiten conservar los alimentos para, de este modo,
consumirlos en períodos de escasez o necesidad imprevista. Dentro de este
apartado, deben mencionarse los primitivos procesos de secado al sol, ahumado y
almacenamiento en silos subterráneos. Más tarde se desarrollaron las técnicas
de la salazón, las fermentaciones lácticas (quesos, yogurts y kéfires en
otros), los curados cárnicos, los encurtidos, las mermeladas y las
fermentaciones alcohólicas (el vino, la cerveza y las bebidas alcohólicas
fueron una manera de transformar y preservar determinados alimentos). Más
recientemente, se han desarrollado las técnicas de enlatado y envasado por
choque térmico, los congelados, la deshidratación, atomización, liofilización,
radiaciones y utilización de conservantes, que son procesos de preservación que
se aplican a una gran parte de alimentos.
Entendemos,
por tanto, que el hecho de no aplicar esas tecnologías o hacerlo de manera
incorrecta puede conducir a que una gran cantidad de alimentos no lleguen a ser
consumidos por los humanos que los necesitan, por no poder aprovecharlos al ser
desperdiciados. En los países en vías de desarrollo, las insuficiencias
tecnológicas particularmente en las fases de recolección, almacenamiento,
transporte y distribución son las causas más importantes de desperdicio
alimentario. Por tanto, en tales situaciones, hemos de pensar inicialmente en
políticas de solidaridad y de ayuda al desarrollo tecnológico.
3.2. El comportamiento social y el
mito de la abundancia
Con mucha frecuencia y sobre todo en las sociedades
avanzadas, la causa del desperdicio alimentario reside en el propio
comportamiento de los humanos asociado a los mitos y normas sociales. Quizás
uno de los mitos más extendidos en la cultura occidental es el de la Cornucopia
o el mito del Cuerno de la Abundancia, que simboliza, como ningún otro la
prosperidad y riqueza. La mitología griega relata que la cabra Amaltea crió a
Zeus con su leche. Zeus, de niño, rompió sin querer uno de los cuernos de la
cabra mientras jugaba con uno de sus rayos. Para compensarla, le concedió al
cuerno roto el poder de dar al ser que lo poseía todo lo que deseaba. En la
Antigua Roma, Abundancia era la diosa que personificaba el éxito y la
prosperidad. Según Ovidio, esta divinidad siguió a Saturno cuando Júpiter lo
destronó. Se la representa como una ninfa joven, robusta, con una guirnalda de
flores ceñida en la frente y llevando en la mano derecha el cuerno de Amaltea
rebosante de flores y frutos y, en la izquierda, un ramillete de espigas. Era
una de las encarnaciones de las virtudes romanas dentro del culto imperial de
la Edad Dorada que alzaba al Emperador como el procurador del bienestar del
Imperio.
Si bien es cierto que el mito de
la abundancia en cualquiera de sus versiones no puede justificar ni
considerarse como una causa del despilfarro alimentario, tampoco puede dejarse
de lado el hecho de que sí haya funcionado y pueda seguir haciéndolo como una
especie de representación simbólica general de una sociedad opulenta. Esta
mitología resulta especialmente perjudicial e irresponsable en el caso de las
sociedades contemporáneas, ya se trate de las instaladas en la riqueza o de las
que se esfuerzan mediante las políticas convencionales del crecimiento en
alcanzar a las primeras, puesto que enmascara la realidad de la finitud de los
recursos naturales sobre los cuales se levanta el bienestar opulento. Tiene más
sentido, en cambio, establecer una correlación entre el grado de despilfarro y
el nivel de opulencia de una sociedad determinada y en un tiempo dado. Lo
cierto es que el despilfarro alimentario se incrementa en la medida en que “la
proporción de los ingresos gastada en comida desciende” (Parfitt et al., 2010: 3079); es decir, en las
zonas ricas del globo, se desperdicia más comida en la medida en que los
consumidores la consideran barata en relación a sus ingresos y pueden adquirir
más sin esfuerzo económico significativo. Si el porcentaje de los ingresos
totales dedicado a comida es bajo o muy bajo, entonces no hay incentivos para
consumir todos los alimentos que se pueden llegar a comprar y, en consecuencia,
se generan cantidades intolerables de desperdicios alimentarios perfectamente
aprovechables que van a parar a los vertederos (Stuart, 2011).
Una
pregunta crucial es ¿quién desperdicia los alimentos? Según Parfitt et al. (2010), en líneas generales los
adultos despilfarran más que los niños y las familias numerosas tiran más
alimentos por persona que las reducidas. Por otro lado, los hogares
constituidos por una sola persona acostumbran a desperdiciar más alimentos por
cápita que las familias numerosas. Los mismos autores describen que el
despilfarro alimentario es mayor en las familias con ingresos altos y que la
gente joven despilfarra más que los mayores. Por consiguiente, entendemos que
en estos casos la prevención del desperdicio debe hacerse básicamente por vía
educativa, ya que las actuaciones jurídicas son difícilmente aplicables en esos
ámbitos.
También
es preciso subrayar que el crecimiento económico y el consiguiente incremento
de los ingresos están asociados a un mayor y más variado consumo de alimentos.
Concretamente cuanto más alto es el nivel económico de las familias, mayor es
el consumo de alimentos, en particular, de carnes, pescados y frutas y verduras frescas. Es precisamente a
partir de estas situaciones cuando se percibe la influencia del paradigma de la
abundancia y exceso, tanto en el consumo como en la acumulación de alimentos
que aboca, irreversiblemente, a su desperdicio.
La
combinación del aumento del nivel de vida, la globalización que incrementa la
cantidad y variedad de alimentos disponibles y determinados elementos
culturales vinculados a los hábitos y actitudes que no favorezcan la moderación
ni hasta qué niveles deben ingerirse los alimentos, nos pueden explicar el cómo
y el porqué del desperdicio alimentario.
3.3. Las leyes del mercado
En los países desarrollados, las propias leyes del
mercado y las imposiciones sociales, muy posiblemente bajo la funesta mitología
de la abundancia ilimitada, están imponiendo que el consumidor adquiera
preferentemente frutas, verduras, pescado y también despieces cárnicos que
tengan un determinado tamaño, forma, color y aspecto. Esta selección deja fuera
del consumo productos que son perfectamente aptos para alimentarse, pero que se
destruyen y abocan a vertederos, con lo cual se acaba generando un problema
importante de contaminación. Son un claro ejemplo las ingentes toneladas de alimentos
desperdiciados en las grandes centrales de abastos.
3.4. Normatividades y despilfarro
alimentario
En determinadas circunstancias se puede atribuir el
despilfarro de productos alimenticios a la errónea o incorrecta interpretación
por parte de los consumidores de las indicaciones obligatorias de determinadas
fechas en las etiquetas de los alimentos como, por ejemplo, “consúmase
preferentemente antes de”, “fecha límite”, “fecha de caducidad”, etc. En
nuestra opinión resulta inaplazable llevar a cabo una efectiva campaña de
información con objeto de reducir la incertidumbre sobre la “comestibilidad” de
los alimentos a fin de facilitar al público una información precisa y, en particular, la comprensión de que la
indicación de la duración mínima “consúmase preferentemente antes de” hace
referencia a la calidad, mientras que la indicación “fecha de caducidad” se
refiere a la inocuidad, de manera que los consumidores puedan tomar decisiones
bien fundadas.
Existen
también normas operativas en el marco de la cultura empresarial orientada a un
consumidor opulento que favorecen el desperdicio de alimentos como, por
ejemplo, las relativas a los requisitos de calidad aplicables al aspecto
exterior que determinan sobre todo el calibre y la forma, color y aspecto
general de la fruta y la verdura frescas de modo que dan lugar a muchos
descartes innecesarios, lo que aumenta la cantidad de alimentos desperdiciados.
También resultan perversas algunas normas internas de las empresas (“Soft Law”)
con exigencias similares y efectos idénticos.
De
forma más general, se echa en falta una amplia política coercitiva en lo
referente al desperdicio de alimentos, por ejemplo, en cuanto a propuestas de
normas que regulen la contratación pública de servicios de restauración de
colectividades de manera que, en caso de igualdad de todas las demás
condiciones, se conceda prioridad en la adjudicación de contratos a las
empresas que garanticen una redistribución gratuita entre las categorías de
ciudadanos sin poder adquisitivo de los productos invendidos. Otro tipo de
normativas a considerar serían las que permitiesen a los comerciantes y
distribuidores reducir sustancialmente el precio de los alimentos frescos
cuando estén próximos a la fecha límite para la venta, con el fin de reducir la
cantidad de alimentos invendidos que se tiran y simultáneamente ofrecer a los
consumidores que disponen de menos ingresos la posibilidad de adquirir
alimentos de calidad elevada a precios más baratos. También debería insistirse
en la necesidad de elaborar y publicar recomendaciones sobre las temperaturas
de refrigeración basadas en pruebas de que unas temperaturas inadecuadas o no
idóneas hacen los alimentos prematuramente no aptos para el consumo, provocando
un desperdicio innecesario.
4. La gestión del despilfarro
alimentario.
La aplicación de la jerarquía de vertidos y desechos[4]
al problema del desperdicio alimentario es, sin lugar a dudas, un punto de
partida de gran utilidad. De acuerdo con esta jerarquía se establecería un
orden de prioridades a la hora de gestionar el problema del desperdicio
alimentario. Es decir las opciones se jerarquizarían de mayor a menor prioridad
del siguiente modo: i) evitar y reducir el consumo alimentario; ii) reutilizar;
iii) reciclar y recuperar; iv) tratamientos de los residuos y v) su traslado a
vertederos más o menos específicos.
La
prevención tecnológica pasa necesariamente por la implantación de tecnología
alimentaria desde la formación académica y empresarial, su aplicación en zonas
de distribución y consumo público hasta alcanzar a los hogares. Indudablemente,
la potenciación de la investigación y desarrollo de nuevos sistemas de
producción, distribución, conservación y consumo son necesarias. Las
tecnologías de información y comunicación puestas al servicio de la prevención
pueden prestar un gran servicio al hacer más fácil, rápida y eficiente la
comunicación y conexión entre los donadores o gestores de los excedentes
alimentarios y los beneficiarios.
A
nivel global, por ejemplo, y siguiendo las iniciativas de la FAO y la OMC, se
considera urgente estudiar el problema del desperdicio de alimentos a lo largo
de toda la cadena de suministro y de consumo y que se formulen directrices
sobre vías de mejora de la eficiencia de la cadena agroalimentaria. La adopción
de una estrategia coordinada debe seguirse por acciones concretas a escala
internacional, fomentando el intercambio de mejores prácticas y optimizar la
coordinación entre los Estados. Se considera fundamental fomentar las
relaciones directas entre productores y consumidores con el objetivo de acortar
las cadenas de suministro de alimentos, exigiendo a todas partes interesadas
que asuman más responsabilidades y que promuevan mejoras de la logística, el
transporte, la gestión de existencias y el envasado.
Otro
elemento a considerar es el fomento de las inversiones en el ámbito de la
investigación, la ciencia, la tecnología, la enseñanza, el asesoramiento y la
innovación en agricultura a fin de reducir el desperdicio de alimentos. Educar
a los consumidores y estimularlos para que adopten comportamientos más
responsables y conscientes para prevenir el desperdicio de alimentos, es
también fundamental (Riechmann, 2003).
Desde una perspectiva política,
los Estados deberían estar dispuestos a llevar a cabo la tan reclamada
transición a una economía circular, en la que el valor de los productos, los
materiales y los recursos se mantenga en la economía durante el mayor tiempo
posible, con la consiguiente reducción de la generación de residuos. Este paso
sería una contribución esencial a los esfuerzos encaminados a lograr una
economía sostenible, competitiva y eficiente en el uso de los recursos. Desde
una perspectiva quizás optimista, una transición de ese tipo brinda la
oportunidad de transformar las economías y de generar ventajas de cara a un
futuro sostenible. A nuestro entender, los agentes económicos particulares,
tales como las empresas y los consumidores, son fundamentales para impulsar
este proceso que nos ha de conducir a una economía circular a fin de reducir
los residuos, tanto los alimentarios como los no alimentarios.
Por nuestra parte, creemos que los
residuos alimentarios también pueden ser evaluados desde un importante ángulo
social: debe facilitarse la donación de alimentos que aún son comestibles pero
que, por razones logísticas o de comercialización, no pueden ser
comercializados. Se hacen necesarias campañas de concienciación para modificar
los comportamientos y, por ello, debe apoyarse jurídica y socialmente la
sensibilización a escala nacional, regional y local, así como la divulgación de
buenas prácticas en materia de prevención de residuos alimentarios. Por lo
demás, es importante prever que los medios dispuestos para intentar resolver el
problema del despilfarro alimentario no contribuyan, en realidad, a la
profundización de la brecha social. La donación de alimentos que pueden ser
inmediatamente desperdiciados a aquellos sectores de población más necesitados
no debería significar, en ningún caso, un aporte de comestibles con menores
índices nutritivos, calidad o variedad, ni tampoco contribuir a la
institucionalización por parte de los poderes públicos de una cadena de
suministros diferenciada para los socialmente peor situados.
Finalmente
queremos resaltar que son dignas de encomio las iniciativas ya adoptadas en
diversos países dirigidas a recuperar, a escala local, los productos invendidos
y descartados a lo largo de toda la cadena alimentaria para redistribuirlos a
los grupos de ciudadanos que se encuentran por debajo del umbral de ingresos
mínimos y carecen de poder adquisitivo. Merecen una mención especial la valiosa
contribución aportada, por una parte, por los voluntarios que clasifican y
distribuyen los productos a nivel local y, por otra, por las empresas que están
desarrollando sistemas y acciones contra el desperdicio.
Desde
una perspectiva económica, debe tenerse en cuenta que la inversión en métodos
que disminuyan el desperdicio de alimentos podría dar lugar a una reducción de
las pérdidas sufridas por las empresas agroalimentarias, lo que a su vez podría
dar lugar a precios más bajos de los alimentos, posibilitando así un mejor
acceso por parte de los grupos de población más pobres.
5. Perspectivas e incertidumbres de
cara al 2050.
Reducir el desperdicio de alimentos, a la vez que
evita el desperdicio de recursos y la correspondiente contaminación, y
proporcionar alimentos a los 800 millones de personas que sufren hambre se ha
convertido en una cuestión de emergencia internacional. El Derecho y la
tecnociencia son dos disciplinas diferentes, pero como se ha defendido
previamente, su encaje puede resolver algunos de los grandes retos del mundo
actual (Mestres-Naval y Vives-Rego, 2015 y 2016). En concreto la paradoja
alimentaria es uno de ellos, aunque no es menos cierto que las necesarias
actuaciones a nivel tecnocientífico y jurídico, deberán complementarse con otras actuaciones en los ámbitos de
educación, concienciación, promoción e incentivos económicos.
Aunque el sistema agroalimentario
actual ha supuesto unos sustanciales avances y mejoras con respecto al pasado,
hemos de concluir que todavía es altamente ineficiente cuando se hace balance
entre los alimentos que se producen y los que finalmente se aprovechan. Creemos
que no se puede considerar este fenómeno como un problema coyuntural y aislado,
sino que hay que atribuirle un carácter sistémico y estructural. La sociedad en
su totalidad y cada uno de sus agentes del sistema participan en mayor o menor
medida, sea por acción, sea por omisión, en la generación de las pérdidas de
alimentos. En consecuencia, deberían extenderse las responsabilidades morales
atribuidas a todos los ciudadanos y a todos los procesos en todas sus fases de la cadena alimentaria. Una
estrategia atrevida pero quizás necesaria para reducir el desperdicio
alimentario sería reducir la producción alimentaria en la cantidad de alimento
que se ha desperdiciado, con lo que sería más fácil y menos costoso producir
los alimentos que se necesitará la población mundial, que puede alcanzar los
10.000 millones de habitantes en 2050. Sin embargo, reconocemos que esta
propuesta es difícilmente ejecutable más allá del marco reflexivo y
propositivo. Sostenemos que se debe hacer énfasis en la minimización de los
excedentes alimentarios y del desperdicio de alimentos evitable. Esto es lo que
dicta, al menos, el sentido común –y ello, por complicado que sea todavía
considerarlo como una eficaz y razonable instancia de apelación–.
En los países en vías de
desarrollo, es indudable que la implantación de tecnologías adecuadas puede
constituir un elemento mayor en la prevención de las pérdidas alimentarias. Sin
embargo, en el mundo rico y desarrollado, los cambios de comportamiento del
consumidor y una mayor concienciación del problema son las vías que pueden
aportar una notable mejora de la situación. En otras palabras, en este problema
son fundamentales los comportamientos y actitudes del ciudadano, que deben
constituir el eje de las políticas preventivas y las medidas jurídicas.
Es obvio que cada uno de nosotros
puede contribuir a reducir el desperdicio de los alimentos no comprando más
alimentos de los necesarios, pidiendo en los restaurantes que nos empaqueten la
comida que no hemos consumido para llevárnosla o, simplemente, pidiendo
expresamente que no incluyan aquellos acompañamientos que sabemos con certeza
que no vamos a consumir. Es evidente que la educación e información sobre las
pérdidas de alimentos y la promoción de buenos hábitos alimentarios –en todos
los sentidos, dicho sea de paso– de los consumidores es francamente necesaria,
pero será insuficiente, mientras haya contextos estructurales que favorecen el
despilfarro de comida. La información acerca de la magnitud del problema, la
educación de los consumidores y el fomento de cambios en los hábitos y
comportamientos es importante, pero además es necesario afrontar una reforma
estructural del propio sistema alimentario actual, que es el que genera
ingentes cantidades de desperdicios de alimentos.
En este sentido, las
modificaciones del comportamiento de los consumidores no solo deberían ser
incentivadas ideológicamente desde los poderes públicos, sino que también
deberían ser apoyadas material e institucionalmente por éstos. De hecho, la
libertad del consumidor siempre opera sobre una serie de opciones predeterminadas
que no pueden ser objeto de su elección. Por ejemplo, alguien podrá prescindir
del coche en sus desplazamientos a su puesto de trabajo en la medida que pueda
contar con una red de transporte público alternativa, asequible y eficiente,
pero si ésta simplemente no existe, entonces la opción del coche se le impone
quiera o no quiera. En el caso del despilfarro alimentario, se hace preciso
establecer medidas económicas o políticas que, en los países pobres,
contribuyan a la mejora de los procesos de almacenaje y distribución, mientras
que, en el caso de los países ricos, limiten el acceso al consumo irresponsable
de alimentos y reduzcan el impacto ecológico del desperdicio.
6. Conclusiones
La explotación intensiva en un sentido capitalista de
los cultivos y el ganado, la desigualdad de acceso a las materias primas
necesarias para la producción alimentaria, los progresos de la tecnología
alimentaria, el armazón legislativo e
institucional de gestión de todos los procesos relacionados con la
alimentación, el desarrollo de las complejas cadenas de suministro y, por
último, el reparto inequitativo de las cargas ambientales, tanto en las
regiones favorecidas de los países en desarrollo como en los países ricos,
conforman la estructura del régimen alimentario global. Éste ha logrado proveer
de muchos más alimentos de los necesarios a la clase consumidora mundial
transnacional, pero, además, incentiva por ello el despilfarro alimentario,
mientras deja en la cuneta a millones de personas en todo el mundo que o bien pasan
hambre o bien no pueden acceder a un nivel mínimo y adecuado de ingesta al
tiempo que, por lo demás, genera toda una serie de impactos ecológicos graves.
Entre estos últimos, cabe mencionar el agotamiento de los suelos, el incremento
en el consumo de agua para la explotación agrícola y ganadera, la erosión del
terreno, la explotación hasta el límite de las pesquerías, la reducción de la
biodiversidad debido al uso de los agroquímicos y la extensión de las semillas
producidas de modo industrial, así como el incremento desproporcionado de los
residuos. En consecuencia, el régimen alimentario mundial no únicamente vulnera
la justicia alimentaria al no garantizar la seguridad alimentaria de millones
de personas en el mundo, por una parte, e impulsar el despilfarro alimentario,
por otra, sino que también infringe algunos requisitos mínimos de la justicia
ambiental.
Llegados aquí, la cuestión central
que plantea el despilfarro alimentario desde una perspectiva global, esto es,
desde el punto de vista de la justicia ambiental, es cómo combinar los diversos
tipos de estrategias mitigadoras que se han propuesto aquí limitando
razonablemente la libertad de algunos para asegurar la de todos a largo plazo.
En todo caso, el desperdicio alimentario evitable no solamente representa una
presión absurda añadida a la explotación de la biosfera y una carga
injustificable sobre las generaciones futuras, que se enfrentarán a un problema
mayúsculo de gestión de residuos, sino también un problema de justicia
intrageneracional, ya que contribuye a repartir de manera desigual las cargas
de un consumo de recursos naturales finalmente no aprovechado. El espectáculo
de las toneladas de alimentos comestibles tiradas en los vertederos es, como
dice Tristam Stuart, un escándalo; pero un escándalo más insultante, si cabe,
si quienes lo contemplan son los millones de personas que pasan hambre o
simplemente no tienen la capacidad económica para alimentarse de manera
adecuada. Casi podría decirse que el despilfarro alimentario es, en los países
pobres, la negligencia de los ambientalmente perjudicados y, en los ricos, la
desfachatez de los ambientalmente poderosos. Esperamos que la sabiduría que ha
desarrollado el derecho, la tecnociencia y la reflexión de la justicia
ambiental, que de formas distintas expresan la voluntad progresiva de los seres
humanos, pueda proporcionar soluciones viables antes de que el deterioro
ecológico agravado por el despilfarro alimentario sea irreversible.
Ahora bien, más allá de señalar
las deficiencias sociales y ecológicas del régimen alimentario mundial, no
quisiéramos cerrar este trabajo sin esbozar, finalmente, algunas propuestas que
vayan en la línea de alcanzar unas cotas más altas de justicia alimentaria y
ambiental. En primer lugar, la modificación del régimen alimentario global no
debería pasar solamente por embridar la actuación de las grandes corporaciones
del sector alimentario en general –a saber, explotaciones agrícolas y
ganaderas, productoras, agroquímicas, distribuidoras y comercializadoras– por parte
de unos poderes públicos más comprometidos con la seguridad alimentaria y la
justicia ambiental, sino también, aunque ello pueda resultar aún más difícil
que lo anterior, por llevar a cabo transformaciones importantes en el entramado
jurídico e institucional internacional que se levanta sobre los grandes
acuerdos entre Estados, los cuales suelen seguir sin rechistar las directrices
de la OMC y, en mucha menor medida, los informes de la FAO y los relatores
especiales sobre el derecho a la alimentación del Consejo de derechos humanos.
Este entramado contribuye de manera decisiva a perpetuar un escenario en el
cual persiste la inseguridad alimentaria, se excluye a los pequeños productores
que desarrollan una agricultura o una ganadería de subsistencia, se incita el
despilfarro alimentario y se genera un deterioro muy grave desde el punto de
vista ambiental. Quizá un nuevo conjunto de reglas comerciales que suprima los
subsidios a la agricultura en las regiones ricas del mundo y abra la mano a
ciertas formas de proteccionismo agrario en las regiones en desarrollo o
pobres, como las que se derivan de la propuesta de la soberanía alimentaria,
podrían alterar el modelo e iniciar su transformación en un sentido más
progresivo. En segundo lugar, sería también preciso reclamar mucha más
coherencia a los Estados y a las estructuras políticas supranacionales que se
han comprometido a asegurar el derecho a la alimentación al suscribir convenios
internacionales. En este sentido, la idea de considerar la comida y el agua
como bienes primarios protegidos por la acción del poder político debería
implicar la penalización o incluso la prohibición de toda especulación
financiera con ellos. En tercer lugar, sería también preciso iniciar los
procesos para que los precios de los alimentos internalicen los costes
ambientales acarreados por su producción haciendo las excepciones pertinentes
para los casos justificados de emergencia social en los cuales deberían estar
subvencionados. Y, en cuarto lugar, sería necesario introducir la enseñanza
ecológica en todos los niveles educativos y en todas las materias del
currículum con objeto de asegurar, en las generaciones del futuro, la
consciencia de que compartimos un mundo natural que explotamos en buena medida
gratuitamente y cuyos recursos son finitos. De este modo, sería mucho más fácil
poder advertir la plausibilidad de una reflexión ética bajo la cual resulta
vergonzoso el desperdicio alimentario no
solo con respecto a aquellos que pasan hambre, no comen lo suficiente en
cantidad o calidad, o se les ha desposeído de sus alimentos tradicionales, sino
también con respecto a esa Naturaleza, cada vez más maltrecha e
irreversiblemente distorsionada, aunque todavía proveedora de sustento, de la
cual hablaban ayer el Evangelio de San Juan y John Locke y hablan hoy los
científicos, filósofos y activistas partidarios de la justicia alimentaria y
ambiental.
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[1]
Un análisis actual y transversal de los aspectos jurídicos, económicos,
sociales, educativos, ecológicos y tecnológicos de las gestión alimentaria
actual se hace en Escajedo y De Renobales 2015 y en Colomer Xena, Y. et al. 2016.
[2]
A los efectos de este trabajo consideramos suficiente la definición de
desperdicio alimentario como “aquel alimento que potencialmente puede nutrir a
los humanos directa o indirectamente y que tanto por procesos de deterioro,
como por despropósitos comerciales o domésticos, no puede aprovecharse, siendo
vertido a la Naturaleza (ríos, mares, fosas sépticas, vertederos, etc.) o
convertido en basura”. Téngase en cuenta que muchos “alimentos” son utilizados
para alimentar a animales, para que estos a su vez sirvan de alimento a los humanos
(nutrición indirecta). Esta situación no se considera un desperdicio a efectos
de la paradoja alimentaria. Sin embargo, no podemos dejar de mencionar que la
definición de desperdicio alimentario tiene expresiones diferentes. Para un
debate más profundo de las diferentes definiciones, véanse: Papargyropoulou et al. 2014, Thyberg y Tonjes 2016 y Parfitt et al. 2010.
[3]
Datos cuantitativos más precisos sobre la malnutrición en el mundo y los
niveles de desperdicio alimentario se describen en Parfitt et al. 2010 y en VVAA 2004.