segunda-feira, maio 28, 2018

La paradoja alimentaria contemporánea en el marco de la justicia ambiental



Lluís Pla Vargas
Coordinador del Seminario de filosofía política de la Universidad de Barcelona.
Josep Vives-Rego
Profesor Honorífico. Universidad de Barcelona.
Lluís González Vaqué
Exconsejero de la Comisión Europea, Coordinador de las políticas agroalimentarias “Fundación Triptolemos”

RESUMEN: La expresión ”paradoja alimentaria contemporánea” hace referencia al hecho de que en la actualidad más de un tercio de los alimentos en todo el planeta se despilfarran o desperdician a lo largo de la cadena de producción, distribución y consumo y en paralelo, unos 800 millones de personas sufren malnutrición extrema. Además de la enorme pérdida económica y de que esos alimentos desperdiciados generan residuos y contaminan aguas y suelos, deben tenerse en cuenta los innegables aspectos éticos y de justicia ambiental y social que llevan aparejados. Desde el punto de vista filosófico, consideramos que el régimen alimentario mundial no únicamente vulnera la justicia alimentaria al no garantizar la seguridad alimentaria de millones de personas en el mundo, sino que además constituye e impulsa el despilfarro alimentario e infringe ciertos requisitos mínimos de la justicia ambiental. Finalmente, se describen las políticas preventivas del despilfarro alimentario.

PALABRAS CLAVE: paradoja alimentaria, justicia ambiental, comportamiento humano, justicia alimentaria, ecología.

SUMMARY: The term "contemporary food paradox" refers to the fact that more than a third of the world's food is currently wasted along the production, distribution and consumption chain and, in parallel, some 800 million people suffer from extreme malnutrition. In addition to the enormous economic loss and the fact that these wasted foodstuffs generate waste and pollute water and soil, the undeniable ethical, environmental and social justice aspects associated with them must be taken into account. In this work, we first address the philosophical foundation that revolves around food and environmental justice in relation to food waste. From a philosophical point of view, we believe that the global food regime not only violates food justice by failing to ensure the food security of millions of people around the world, but also constitutes and drives food waste and violates certain minimum requirements of environmental justice. We also describe the preventive policies of food waste.

KEYWORDS: food paradox, environmental justice, human behavior, food justice, ecology.

Evangelio según San Juan, 6 (11 y 12), en relación a la multiplicación de los panes y los peces: «11. Entonces Jesús tomó los panes, dio las gracias y los repartió entre los que estaban sentados. Lo mismo hizo con los pescados, y todos recibieron cuanto quisieron. 12. Cuando quedaron satisfechos, Jesús dijo a sus discípulos: «Recojan los pedazos que han sobrado para que no se pierda nada.»


1. El despilfarro alimentario y la justicia ambiental
El Segundo tratado del gobierno civil, de John Locke, publicado en 1690, es uno de los textos filosófico-políticos más relevantes de la modernidad. Como es bien conocido, Locke desarrolla aquí la teoría de la legitimación del gobierno representativo por medio del consentimiento de los gobernados. Uno de los pasos fundamentales de esta teorización se lleva a cabo en la exposición acerca de la propiedad (Locke, 1990, V, §§ 24-51). Por medio de esta exposición, Locke pretende, en primer lugar, defender la idea de que el derecho de propiedad se apoya en el trabajo, es decir, que solo aquel que ha incorporado trabajo a algo puede reclamar legítimamente el derecho a la propiedad de una parte o la totalidad de ese algo. Pero, en segundo lugar, Locke está sentando las bases para justificar, en un momento ulterior, que la finalidad principal que persiguen los hombres al reunirse en comunidades y someterse a un gobierno es, precisamente, la preservación y la garantía del derecho de propiedad (Cfr. Locke, 1990, IX, § 124). Parecería poco probable encontrar en este texto, ni tampoco en este particular contexto, una reflexión acerca de la problemática del despilfarro alimentario y, sin embargo, al comienzo del capítulo sobre la propiedad, el pensador inglés dice lo siguiente:
«El hombre puede apropiarse las cosas por su trabajo en la medida exacta en que le es posible utilizarlas con provecho antes de que se echen a perder. Todo aquello que excede a ese límite no le corresponde al hombre, y constituye la parte de los demás. Dios no creó nada con objeto de que el hombre lo eche a perder o lo destruya.» (Locke, 1990, V, § 30, 40)
Y un poco más adelante, añade:
«[…] todo aquel que empleaba de ese modo su esfuerzo en cualesquiera de los productos espontáneos de la Naturaleza y de una manera capaz de alterar el estado en que ésta se los ofrecía a todos, adquiría, por ese acto, la propiedad de los mismos; pero si esos frutos o animales perecían estando en poder suyo, sin que él los consumiese, es decir, si los frutos se pudrían o la caza se corrompía antes que él la hubiera consumido, faltaba con ello a la ley común de la Naturaleza y se hacía reo de un castigo, porque de ese modo privaba a su vecino de la parte que le correspondía […].» (Locke, 1990, V, § 37, 48-49)
Es seguro que los razonamientos de Locke debieron resonar con el timbre de la aceptación entre sus contemporáneos. Éstos también debieron presuponer la existencia de un Dios que, si bien podía mostrarse distante, resultaba ser un proveedor inagotable. Asimismo, también debieron compartir la idea de que la abundancia de recursos suministrados por la deidad benevolente era tal que, bajo el marco de la ley natural, podría imposibilitar las disputas entre los hombres a causa de ellos. Hoy, se admite que la provisión alimentaria depende de la naturaleza en una primera y fundamental etapa, pero que luego se encadena con una serie de complejas dinámicas económicas, sociales y culturales a nivel mundial, en lo que algunos denominan “régimen alimentario global” (Pigrau, González y Castellà, 2015: 10-43), al tiempo que se reconoce que, si bien los recursos naturales son limitados, hay suficientes alimentos en el mundo para cubrir las necesidades de todos sus habitantes (FAO, 2009, WSFS/INF/2). Pero, por otro lado, también se reconoce, a menudo con rabia e impotencia, que las desigualdades de ingresos entre países y regiones, la carencia de estructuras de protección social en muchos lugares del mundo y los conflictos por el control económico y político de las cadenas de suministro en todas y cada una de sus partes (producción, transporte, almacenaje, y distribución) están a la orden del día y frustran ese objetivo moralmente deseable.
En paralelo a la percepción del problema de la injusticia de la distribución desigual de los alimentos debido a las desigualdades de riqueza, se ha desarrollado desde el último tercio del siglo XX, y en buena medida conectada con el desarrollo del pensamiento ecologista, una consciencia acerca del problema del despilfarro alimentario. Sabemos que el despilfarro alimentario está creciendo a nivel global, aunque por razones distintas en los países ricos y en los países pobres o en vías de desarrollo (FAO, 2012; Gascón y Montagut, 2014; Parfitt et al., 2010), y que, dado que se dispone de los medios financieros y técnicos para reducirlo, resulta moralmente intolerable que se siga generando a esos niveles, sobre todo cuando se contrastan con las cifras de las personas que pasan hambre en el mundo. La existencia de millones de personas hambrientas en un contexto en el que se desperdician alimentos aptos para el consumo resulta particularmente sangrante si se tiene en cuenta que muchos países han suscrito convenios jurídicos vinculantes para llevar a cabo acciones que garanticen el derecho a la alimentación. Entre estos convenios, hay que mencionar dos muy relevantes: la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, que en su artículo 25 reconoce el derecho a la alimentación como fundamental para el desarrollo de una vida digna, y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966, que la complementa, y que en su artículo 11, punto 2, reconoce el derecho fundamental de toda persona a estar protegida contra el hambre, para lo cual reclama dos intervenciones distintas de los poderes públicos: una científico-técnica, capaz de mejorar la productividad, conservación y distribución de los alimentos, y otra jurídica y política, capaz de asegurar una distribución equitativa de los alimentos en todo el mundo.
Así pues, un mismo hilo moral conecta el pasaje del Evangelio según San Juan citado en el epígrafe inicial, el planteamiento puritano e iusnaturalista de Locke en el siglo XVII, las reflexiones económicas y sociológicas actuales acerca del despilfarro alimentario y la preocupación sobre el hambre de los juristas que elaboraron las declaraciones de derechos más relevantes del siglo XX. Ya sea que se presuponga una abundancia ilimitada de recursos como una escasez alarmante de los mismos, ya sea que los hombres se desenvuelvan en el marco de lo que toman como la ley natural como que lo hagan en el plexo intramundano de las nuevas regulaciones de la globalización neoliberal, resulta significativo que la misma clase de censura moral pueda aplicarse a lo largo de la historia no solamente al hecho de que haya hambrientos cuando podría evitarse que los hubiera, sino también al hecho de echar a perder, despilfarrar o destruir aquellos recursos o productos que pueden ser de provecho para el consumo humano.
Una sociedad que hace lo posible para erradicar el hambre y reducir al máximo la pérdida o el despilfarro de los alimentos apunta a una cierta forma de justicia, la justicia alimentaria. Hay diversas formas en que esto puede lograrse, siendo la propuesta de la soberanía alimentaria una de ellas (Patel, 2009). La justicia alimentaria podría ser especificada como el logro social y ético de mantener una distribución equitativa de productos comestibles bajo la garantía de la seguridad alimentaria. Puede entenderse la seguridad alimentaria como el acceso garantizado públicamente a comida saludable, nutritiva e inocua, aunque no sería desdeñable poder incluir en tal  estipulación una nota relativa a la adecuación cultural de los alimentos, puesto que la comida está íntimamente ligada con las maneras en que se socializan los individuos en los hogares y las comunidades y, por consiguiente, no solo es importante poder comer, sino también poder escoger qué comer. Ahora bien, desde nuestra perspectiva, entendemos que la justicia alimentaria debería ser entendida como un caso particular de la justicia ambiental. Desde la década de 1970, la ética ambiental, como campo filosófico especializado, ha venido abordando las cuestiones morales que atañen a la relación del ser humano con la naturaleza, ya sea la modificada por la mano del hombre como la no tocada por éste. En particular, ha tratado de concretar qué clase de obligaciones morales tenemos, en el caso de que realmente existan, con respecto a la naturaleza humana y no humana. Por una parte, el desarrollo de la ética ambiental se ha visto sacudido por polémicas recurrentes acerca de si las posiciones normativas acerca de una parte o la totalidad del mundo natural deben ser antropocéntricas o no, sobre si existe o no un valor intrínseco en parte o la totalidad de la naturaleza no humana, o acerca de si es más correcto aplicar un enfoque holístico o más bien individual en el examen del valor de las entidades naturales. Por otra parte, la disciplina también ha acogido y digerido propuestas de reorientación general de su enfoque como, por ejemplo, las que se substancian en la ecología profunda de Arno Naess o el ecofeminismo de Karen Warren (McShane, 2009).
Que la justicia alimentaria sea un caso particular de la justicia ambiental presupone la existencia de una conexión funesta entre la disparidad en el acceso a alimentos necesarios y seguros en los regímenes alimentarios globales, el hecho de que éstos estén fundamentalmente controlados por grandes corporaciones privadas, la carencia de estructuras públicas orientadas al interés general capaces de aminorar la acción de aquéllas en muchos lugares del mundo y la degradación ambiental. El concepto de justicia alimentaria puede ser presentado entonces como «una extensión conceptual de una idea más inclusiva de justicia ambiental» (Alkon y Norgaard, 2009: 293), una extensión de la que se deduce, por tanto, que los atentados contra la justicia alimentaria equivalen a vulneraciones concretas del ideal de la justicia ambiental. Ahora bien, este mismo modelo favorece también las pérdidas evitables y el despilfarro de los alimentos, ya que no incentiva las mejoras técnicas en el almacenaje adecuado y la distribución diligente de los comestibles, que es la causa principal de las pérdidas en los países pobres o en desarrollo, ni tampoco está particularmente inclinado a concienciar del escándalo de la comida aprovechable tirada después de haber sido adquirida por los consumidores, que es la causa principal del despilfarro en los países ricos, dado que su objetivo prioritario es vender alimentos por encima de la capacidad de consumo. Pero la estructura de los regímenes alimentarios mundiales, desarrollada en la actualidad sobre la explotación capitalista de las materias primas en procesos de carácter industrial, la posibilidad del transporte rápido de las mercancías a todos los puntos del globo y la economía financiera, que puede especular libremente con el precio de los alimentos, no solo reparte de manera inequitativa las cargas del deterioro ambiental en los suelos, ríos y vertederos de muchos lugares del planeta, sino que, además, sustrae a muchas comunidades la capacidad de seguir alimentándose como lo habían hecho durante generaciones (Alkon y Norgaard, 2009; Berson, 2014).


2. La paradoja alimentaria contemporánea
La expresión “paradoja alimentaria contemporánea”[1] hace referencia al hecho de que en la actualidad más de un tercio de los alimentos en todo el planeta se despilfarran o desperdician[2] al tiempo que unos 800 millones de personas sufren malnutrición extrema[3]. Estos datos, sin embargo, deben ser tomados con cautela, pues responden a estudios no actualizados que se retrotraen a las décadas de 1970 y 1980 y que, por lo demás, utilizan metodologías distintas para contabilizar los porcentajes (Parfitt et al 2010; FAO 2012). En todo caso, la paradoja alimentaria es un problema global y transversal en el que, más allá de lo contradictorio de la situación y la consternación e inquietud que nos produce, las implicaciones económicas, sociales, políticas y ecológicas son graves. Además de la enorme pérdida económica y que esos alimentos desperdiciados generan residuos y contaminan aguas y suelos, deben tenerse en cuenta los innegables aspectos éticos y de justicia social y ambiental que van asociados. Tras los datos relativos a la malnutrición, aparecen dramas como la muerte prematura infantil, el deficiente desarrollo físico y mental de la juventud e incluso el fallecimiento por hambre de no pocos adultos. La situación de estas personas plantea la cuestión de cómo promocionar o preservar su derecho a ser alimentadas adecuadamente y, por tanto, su dignidad como seres humanos, habida cuenta de que hoy en día se producen alimentos suficientes para abastecer a toda la humanidad (FAO, 2009, WSFS/INF/2). A pesar de ello, hay que insistir en que sigue habiendo una importante población tanto en países desarrollados, como en vías de desarrollo, que carece de alimentos o los que tiene son insuficientes para evitar la malnutrición. En el mundo desarrollado, en cambio, es un hecho habitual desperdiciar y tirar a la basura alimentos aptos para el consumo, como consecuencia de la selección de calidades y descartes resultantes de las demandas e imposiciones del mercado y también el mal uso que se hace en los hogares. Resolver esta paradoja es uno de los grandes retos del siglo XXI y es obvia la urgente necesidad de reducir los desperdicios alimentarios.
Entendemos que los mecanismos que adopten la forma de obligaciones jurídicas no solo deben contribuir a la resolución del problema, sino que la conjunción de la reflexión jurídica, el enfoque ético y la tecnociencia en esta problemática ha de representar una contribución mayor para resolver esta lacra impropia del siglo XXI. Creemos que la reducción del desperdicio alimentario debería concebirse como una obligación ética para todos los que tienen la posibilidad de impedir o mitigar, de uno u otro modo, el despilfarro de los alimentos. Esta obligación debería imponerse a todas las personas físicas y también a las empresas, organizaciones y autoridades, indistintamente de que se trate de productores, comerciantes o consumidores finales. Vale la pena subrayar que una buena parte del desperdicio ocurre en los hogares de las sociedades avanzadas. En los países en vías de desarrollo, en cambio, el desperdicio mayoritario tiene lugar especialmente en las etapas de producción, distribución y almacenamiento. Estos aspectos indican claramente que la intervención del Derecho debe hacerse con gran cautela cuando afecte a la libertad íntima de los individuos y familias. En estos casos entendemos que la legislación debería dirigirse a desarrollar medidas de educación, concienciación e incentivos de tipo económico. Por otro lado, entendemos que es fundamental adoptar normativas dirigidas a los productores, fabricantes, distribuidores y comerciantes de alimentos. Todos ellos deberían ser responsables del establecimiento y aplicación de las medidas preventivas del desperdicio. Para ello deben definirse normas, protocolos y procedimientos que mejoren la seguridad alimentaria a partir de la estrecha y leal colaboración entre empresas del sector, científicos y legisladores.
En este punto, un debate inevitable es si la obligación jurídica debe estar dirigida a proteger “los medios” o garantizar “los resultados”, sin descartar alguna categoría jurídica intermedia. Sin embargo, entendemos que esa cuestión no cabe en este trabajo ni por motivos de espacio ni de especialidad temática. En todo caso, la magnitud ética, económica y social del problema nos obliga a reaccionar. Aunada a otras medidas y avances tecnocientíficos, la legislación puede contribuir significativamente a la hora de reducir el desperdicio alimentario. Hasta hace poco tiempo, el alimento ha sido concebido desde una perspectiva jurídica como un bien mueble, pero a partir del actual estado de cosas debería ser considerado como un bien que no puede ni debe ser de uso antojadizo ni utilizado como arma económica o política. Más allá de las poderosas reglas que rigen el comercio y la política, vislumbramos unos principios generales, unas aspiraciones relacionadas con la justicia alimentaria y, en último término, ambiental, que coronan como objetivo primordial a un ser humano consciente no solo de los límites de la Naturaleza, sino también del precio que ha tenido y todavía tiene lograr el bienestar a sus expensas.
            Como acabamos de mencionar, en realidad, el desperdicio alimentario tiene lugar en todos los estadios de la producción y consumo de alimentos. Es por tanto imprescindible fomentar, establecer y desarrollar conductas que prioricen la prevención y la gestión del desperdicio alimentario en todas sus facetas y desde todos sus orígenes. Todo ello es de la máxima urgencia si se tiene en cuenta que uno de los peores escenarios al cual nos podemos ver abocados tiene que ver con la previsión de tener que alimentar a una población de 9 a 10 mil millones de habitantes en el año 2050; si finalmente esta hipótesis del crecimiento de la población se concretara realmente, entonces aún  tendremos menos margen de maniobra si, mientras tanto, no hemos sido capaces de mitigar la paradoja alimentaria actual.

3. Consecuencias ecológicas del desperdicio alimentario.
La pérdida de alimentos en general tiene numerosas consecuencias ecológicas y ambientales. La primera y fundamental es que todo alimento desperdiciado, implica una inútil pérdida de agua, energía, semillas, abonos, plaguicidas, suelo y nutrientes durante el proceso de producción, recolección y distribución a todos los niveles. También deben tenerse en cuenta los materiales desperdiciados como los envases (papel, vidrio, plástico, madera, metales, etc.); la maquinaria y equipamientos que, como consecuencia de ese despilfarro, se han infrautilizado y el correspondiente uso de energía. A todo ello habría que añadir la deforestación y las obras hidráulicas que se han generado para aumentar una producción que no va a ser consumida y que va a suponer problemas adicionales de contaminación o dificultades añadidas a la hora de alcanzar un futuro sostenible. Los alimentos desperdiciados acaban  contaminando las aguas y los suelos y, durante el proceso de putrefacción, degradación y compostaje, se producen cantidades ingentes de gases de efecto invernadero (dióxido de carbono y metano, entre otros) con el consiguiente efecto adverso sobre el clima.
Finalmente, habría que puntualizar que, según Thyberg y Tonjes (2016), la producción de las cantidades de alimentos perdidas y desperdiciadas se estima que representan un 24% del total del agua consumida en la producción de esos alimentos; 23% de la tierra de cultivo y 23% de los fertilizantes utilizados. Solo en Estados Unidos de América, el despilfarro alimentario es responsable del 2% de la energía total consumida por año y del 25% del agua consumida. Por otra parte, hay que tener en cuenta que, solamente en ese mismo país, se emiten aproximadamente 112.920 millones de metros cúbicos de dióxido de carbono (CO2) por año como consecuencia del despilfarro alimentario (Thyberg y Tonjes, 2016).
Por consiguiente, al resaltar el problema ético que representa que se pierdan alimentos que podrían destinarse a la población que pasa hambre, debería poder añadirse la evaluación del problema de justicia ambiental que representa el conjunto de impactos negativos sobre la sostenibilidad ecológica. También debe decirse que el desperdicio alimentario puede generar beneficios ecológicos si se utiliza para producir compost o para generar biogases (básicamente metano), siempre y cuando se recupere y utilice como alternativa energética renovable.

4. Orígenes y causas de la paradoja alimentaria.
La magnitud del desperdicio de alimentos en el mundo actual tiene sus orígenes en que el alimento, por su propia esencia, es un producto biodegradable, es decir que en condiciones naturales y en función de la temperatura y humedad a las cuales está expuesto, se coloniza rápida y fácilmente por microorganismos o plagas y se degrada, con lo que no puede ser utilizado  para su consumo por los seres humanos. Es decir, la mayor parte del desperdicio alimentario corresponde a los alimentos perecederos como son las frutas y verduras frescas, los derivados lácteos, carnes, pescados y pastelería (Parfitt et al., 2010). Además, las situaciones climatológicas extremas (sequía, inundaciones, incendios, etc.) también pueden destruir total o parcialmente las cosechas o los animales destinados a ser alimentos.
            Actualmente hay tres tendencias globales que inducen las pérdidas alimentarias: i) el proceso de urbanización y crecimiento de las ciudades con la consecuente reducción de la población mundial dedicada a la agricultura; ii) la transición dietética, que con el aumento de la capacidad adquisitiva de los países desarrollados, disminuye el consumo directo de cereales, gramíneas y leguminosas, mientras que aumenta el consumo de frutas y verduras frescos, derivados lácteos, carne, pescado y productos elaborados, los cuales son productos más delicados, vulnerables y propensos a deteriorarse; iii) el incremento del comercio internacional tanto de alimentos frescos como procesados (Cfr. Parfitt et al., 2010: 3067).
            Sin embargo, más allá de estas circunstancias que en principio pueden considerarse adversas, queremos señalar los tres tipos de actuaciones que pueden llevarse a cabo para mitigar o remediar el desperdicio alimentario: la que puede hacerse en el campo tecnocientífico, la que tiene que ver con los comportamientos de activistas, productores, distribuidores y consumidores y, finalmente, la que pueden llevar a término los juristas. Estos tres elementos deben aplicarse teniendo en cuenta que la distribución de las pérdidas de alimentos varía entre países desarrollados y en vías de desarrollo y, también, entre consumidores y productores ricos y pobres.
            En general, como ya hemos apuntado las pérdidas o desperdicios alimentarios son mayores en los países desarrollados y tienen lugar durante los procesos de consumo. En las sociedades ricas, el desperdicio alimentario suele estar vinculado a la etapa posterior a la compra: se trata, en particular, de que del exceso de alimentos adquiridos, una parte es desechada por los consumidores. En cambio, en los países no desarrollados y en los que están en vías de desarrollo, el desperdicio alimentario tiene lugar mayoritariamente en los primeros estadios de producción, almacenamiento y distribución (Cfr. Papargyropoulou et al., 2014). Por tanto, las estrategias destinadas a mitigar las pérdidas de alimentos deben ser diferentes en ambos tipos de países.

3.1. Causas tecnocientíficas del desperdicio alimentario.
Desde los orígenes de la humanidad, los avances tecnológicos han puesto a disposición de los humanos una serie de procedimientos que permiten conservar los alimentos para, de este modo, consumirlos en períodos de escasez o necesidad imprevista. Dentro de este apartado, deben mencionarse los primitivos procesos de secado al sol, ahumado y almacenamiento en silos subterráneos. Más tarde se desarrollaron las técnicas de la salazón, las fermentaciones lácticas (quesos, yogurts y kéfires en otros), los curados cárnicos, los encurtidos, las mermeladas y las fermentaciones alcohólicas (el vino, la cerveza y las bebidas alcohólicas fueron una manera de transformar y preservar determinados alimentos). Más recientemente, se han desarrollado las técnicas de enlatado y envasado por choque térmico, los congelados, la deshidratación, atomización, liofilización, radiaciones y utilización de conservantes, que son procesos de preservación que se aplican a una gran parte de alimentos.
            Entendemos, por tanto, que el hecho de no aplicar esas tecnologías o hacerlo de manera incorrecta puede conducir a que una gran cantidad de alimentos no lleguen a ser consumidos por los humanos que los necesitan, por no poder aprovecharlos al ser desperdiciados. En los países en vías de desarrollo, las insuficiencias tecnológicas particularmente en las fases de recolección, almacenamiento, transporte y distribución son las causas más importantes de desperdicio alimentario. Por tanto, en tales situaciones, hemos de pensar inicialmente en políticas de solidaridad y de ayuda al desarrollo tecnológico.
3.2. El comportamiento social y el mito de la abundancia
Con mucha frecuencia y sobre todo en las sociedades avanzadas, la causa del desperdicio alimentario reside en el propio comportamiento de los humanos asociado a los mitos y normas sociales. Quizás uno de los mitos más extendidos en la cultura occidental es el de la Cornucopia o el mito del Cuerno de la Abundancia, que simboliza, como ningún otro la prosperidad y riqueza. La mitología griega relata que la cabra Amaltea crió a Zeus con su leche. Zeus, de niño, rompió sin querer uno de los cuernos de la cabra mientras jugaba con uno de sus rayos. Para compensarla, le concedió al cuerno roto el poder de dar al ser que lo poseía todo lo que deseaba. En la Antigua Roma, Abundancia era la diosa que personificaba el éxito y la prosperidad. Según Ovidio, esta divinidad siguió a Saturno cuando Júpiter lo destronó. Se la representa como una ninfa joven, robusta, con una guirnalda de flores ceñida en la frente y llevando en la mano derecha el cuerno de Amaltea rebosante de flores y frutos y, en la izquierda, un ramillete de espigas. Era una de las encarnaciones de las virtudes romanas dentro del culto imperial de la Edad Dorada que alzaba al Emperador como el procurador del bienestar del Imperio.
Si bien es cierto que el mito de la abundancia en cualquiera de sus versiones no puede justificar ni considerarse como una causa del despilfarro alimentario, tampoco puede dejarse de lado el hecho de que sí haya funcionado y pueda seguir haciéndolo como una especie de representación simbólica general de una sociedad opulenta. Esta mitología resulta especialmente perjudicial e irresponsable en el caso de las sociedades contemporáneas, ya se trate de las instaladas en la riqueza o de las que se esfuerzan mediante las políticas convencionales del crecimiento en alcanzar a las primeras, puesto que enmascara la realidad de la finitud de los recursos naturales sobre los cuales se levanta el bienestar opulento. Tiene más sentido, en cambio, establecer una correlación entre el grado de despilfarro y el nivel de opulencia de una sociedad determinada y en un tiempo dado. Lo cierto es que el despilfarro alimentario se incrementa en la medida en que “la proporción de los ingresos gastada en comida desciende” (Parfitt et al., 2010: 3079); es decir, en las zonas ricas del globo, se desperdicia más comida en la medida en que los consumidores la consideran barata en relación a sus ingresos y pueden adquirir más sin esfuerzo económico significativo. Si el porcentaje de los ingresos totales dedicado a comida es bajo o muy bajo, entonces no hay incentivos para consumir todos los alimentos que se pueden llegar a comprar y, en consecuencia, se generan cantidades intolerables de desperdicios alimentarios perfectamente aprovechables que van a parar a los vertederos (Stuart, 2011).
            Una pregunta crucial es ¿quién desperdicia los alimentos? Según Parfitt et al. (2010), en líneas generales los adultos despilfarran más que los niños y las familias numerosas tiran más alimentos por persona que las reducidas. Por otro lado, los hogares constituidos por una sola persona acostumbran a desperdiciar más alimentos por cápita que las familias numerosas. Los mismos autores describen que el despilfarro alimentario es mayor en las familias con ingresos altos y que la gente joven despilfarra más que los mayores. Por consiguiente, entendemos que en estos casos la prevención del desperdicio debe hacerse básicamente por vía educativa, ya que las actuaciones jurídicas son difícilmente aplicables en esos ámbitos.
            También es preciso subrayar que el crecimiento económico y el consiguiente incremento de los ingresos están asociados a un mayor y más variado consumo de alimentos. Concretamente cuanto más alto es el nivel económico de las familias, mayor es el consumo de alimentos, en particular, de carnes, pescados y  frutas y verduras frescas. Es precisamente a partir de estas situaciones cuando se percibe la influencia del paradigma de la abundancia y exceso, tanto en el consumo como en la acumulación de alimentos que aboca, irreversiblemente, a su desperdicio.
            La combinación del aumento del nivel de vida, la globalización que incrementa la cantidad y variedad de alimentos disponibles y determinados elementos culturales vinculados a los hábitos y actitudes que no favorezcan la moderación ni hasta qué niveles deben ingerirse los alimentos, nos pueden explicar el cómo y el porqué del desperdicio alimentario.

3.3. Las leyes del mercado
En los países desarrollados, las propias leyes del mercado y las imposiciones sociales, muy posiblemente bajo la funesta mitología de la abundancia ilimitada, están imponiendo que el consumidor adquiera preferentemente frutas, verduras, pescado y también despieces cárnicos que tengan un determinado tamaño, forma, color y aspecto. Esta selección deja fuera del consumo productos que son perfectamente aptos para alimentarse, pero que se destruyen y abocan a vertederos, con lo cual se acaba generando un problema importante de contaminación. Son un claro ejemplo las ingentes toneladas de alimentos desperdiciados en las grandes centrales de abastos.



3.4. Normatividades y despilfarro alimentario
En determinadas circunstancias se puede atribuir el despilfarro de productos alimenticios a la errónea o incorrecta interpretación por parte de los consumidores de las indicaciones obligatorias de determinadas fechas en las etiquetas de los alimentos como, por ejemplo, “consúmase preferentemente antes de”, “fecha límite”, “fecha de caducidad”, etc. En nuestra opinión resulta inaplazable llevar a cabo una efectiva campaña de información con objeto de reducir la incertidumbre sobre la “comestibilidad” de los alimentos a fin de facilitar al público una información precisa y,  en particular, la comprensión de que la indicación de la duración mínima “consúmase preferentemente antes de” hace referencia a la calidad, mientras que la indicación “fecha de caducidad” se refiere a la inocuidad, de manera que los consumidores puedan tomar decisiones bien fundadas.
            Existen también normas operativas en el marco de la cultura empresarial orientada a un consumidor opulento que favorecen el desperdicio de alimentos como, por ejemplo, las relativas a los requisitos de calidad aplicables al aspecto exterior que determinan sobre todo el calibre y la forma, color y aspecto general de la fruta y la verdura frescas de modo que dan lugar a muchos descartes innecesarios, lo que aumenta la cantidad de alimentos desperdiciados. También resultan perversas algunas normas internas de las empresas (“Soft Law”) con exigencias similares y efectos idénticos.
            De forma más general, se echa en falta una amplia política coercitiva en lo referente al desperdicio de alimentos, por ejemplo, en cuanto a propuestas de normas que regulen la contratación pública de servicios de restauración de colectividades de manera que, en caso de igualdad de todas las demás condiciones, se conceda prioridad en la adjudicación de contratos a las empresas que garanticen una redistribución gratuita entre las categorías de ciudadanos sin poder adquisitivo de los productos invendidos. Otro tipo de normativas a considerar serían las que permitiesen a los comerciantes y distribuidores reducir sustancialmente el precio de los alimentos frescos cuando estén próximos a la fecha límite para la venta, con el fin de reducir la cantidad de alimentos invendidos que se tiran y simultáneamente ofrecer a los consumidores que disponen de menos ingresos la posibilidad de adquirir alimentos de calidad elevada a precios más baratos. También debería insistirse en la necesidad de elaborar y publicar recomendaciones sobre las temperaturas de refrigeración basadas en pruebas de que unas temperaturas inadecuadas o no idóneas hacen los alimentos prematuramente no aptos para el consumo, provocando un desperdicio innecesario.

4. La gestión del despilfarro alimentario.
La aplicación de la jerarquía de vertidos y desechos[4] al problema del desperdicio alimentario es, sin lugar a dudas, un punto de partida de gran utilidad. De acuerdo con esta jerarquía se establecería un orden de prioridades a la hora de gestionar el problema del desperdicio alimentario. Es decir las opciones se jerarquizarían de mayor a menor prioridad del siguiente modo: i) evitar y reducir el consumo alimentario; ii) reutilizar; iii) reciclar y recuperar; iv) tratamientos de los residuos y v) su traslado a vertederos más o menos específicos.
            La prevención tecnológica pasa necesariamente por la implantación de tecnología alimentaria desde la formación académica y empresarial, su aplicación en zonas de distribución y consumo público hasta alcanzar a los hogares. Indudablemente, la potenciación de la investigación y desarrollo de nuevos sistemas de producción, distribución, conservación y consumo son necesarias. Las tecnologías de información y comunicación puestas al servicio de la prevención pueden prestar un gran servicio al hacer más fácil, rápida y eficiente la comunicación y conexión entre los donadores o gestores de los excedentes alimentarios y los beneficiarios.
            A nivel global, por ejemplo, y siguiendo las iniciativas de la FAO y la OMC, se considera urgente estudiar el problema del desperdicio de alimentos a lo largo de toda la cadena de suministro y de consumo y que se formulen directrices sobre vías de mejora de la eficiencia de la cadena agroalimentaria. La adopción de una estrategia coordinada debe seguirse por acciones concretas a escala internacional, fomentando el intercambio de mejores prácticas y optimizar la coordinación entre los Estados. Se considera fundamental fomentar las relaciones directas entre productores y consumidores con el objetivo de acortar las cadenas de suministro de alimentos, exigiendo a todas partes interesadas que asuman más responsabilidades y que promuevan mejoras de la logística, el transporte, la gestión de existencias y el envasado.
            Otro elemento a considerar es el fomento de las inversiones en el ámbito de la investigación, la ciencia, la tecnología, la enseñanza, el asesoramiento y la innovación en agricultura a fin de reducir el desperdicio de alimentos. Educar a los consumidores y estimularlos para que adopten comportamientos más responsables y conscientes para prevenir el desperdicio de alimentos, es también fundamental (Riechmann, 2003).
Desde una perspectiva política, los Estados deberían estar dispuestos a llevar a cabo la tan reclamada transición a una economía circular, en la que el valor de los productos, los materiales y los recursos se mantenga en la economía durante el mayor tiempo posible, con la consiguiente reducción de la generación de residuos. Este paso sería una contribución esencial a los esfuerzos encaminados a lograr una economía sostenible, competitiva y eficiente en el uso de los recursos. Desde una perspectiva quizás optimista, una transición de ese tipo brinda la oportunidad de transformar las economías y de generar ventajas de cara a un futuro sostenible. A nuestro entender, los agentes económicos particulares, tales como las empresas y los consumidores, son fundamentales para impulsar este proceso que nos ha de conducir a una economía circular a fin de reducir los residuos, tanto los alimentarios como los no alimentarios.
Por nuestra parte, creemos que los residuos alimentarios también pueden ser evaluados desde un importante ángulo social: debe facilitarse la donación de alimentos que aún son comestibles pero que, por razones logísticas o de comercialización, no pueden ser comercializados. Se hacen necesarias campañas de concienciación para modificar los comportamientos y, por ello, debe apoyarse jurídica y socialmente la sensibilización a escala nacional, regional y local, así como la divulgación de buenas prácticas en materia de prevención de residuos alimentarios. Por lo demás, es importante prever que los medios dispuestos para intentar resolver el problema del despilfarro alimentario no contribuyan, en realidad, a la profundización de la brecha social. La donación de alimentos que pueden ser inmediatamente desperdiciados a aquellos sectores de población más necesitados no debería significar, en ningún caso, un aporte de comestibles con menores índices nutritivos, calidad o variedad, ni tampoco contribuir a la institucionalización por parte de los poderes públicos de una cadena de suministros diferenciada para los socialmente peor situados.
            Finalmente queremos resaltar que son dignas de encomio las iniciativas ya adoptadas en diversos países dirigidas a recuperar, a escala local, los productos invendidos y descartados a lo largo de toda la cadena alimentaria para redistribuirlos a los grupos de ciudadanos que se encuentran por debajo del umbral de ingresos mínimos y carecen de poder adquisitivo. Merecen una mención especial la valiosa contribución aportada, por una parte, por los voluntarios que clasifican y distribuyen los productos a nivel local y, por otra, por las empresas que están desarrollando sistemas y acciones contra el desperdicio.
            Desde una perspectiva económica, debe tenerse en cuenta que la inversión en métodos que disminuyan el desperdicio de alimentos podría dar lugar a una reducción de las pérdidas sufridas por las empresas agroalimentarias, lo que a su vez podría dar lugar a precios más bajos de los alimentos, posibilitando así un mejor acceso por parte de los grupos de población más pobres.
5. Perspectivas e incertidumbres de cara al 2050.
Reducir el desperdicio de alimentos, a la vez que evita el desperdicio de recursos y la correspondiente contaminación, y proporcionar alimentos a los 800 millones de personas que sufren hambre se ha convertido en una cuestión de emergencia internacional. El Derecho y la tecnociencia son dos disciplinas diferentes, pero como se ha defendido previamente, su encaje puede resolver algunos de los grandes retos del mundo actual (Mestres-Naval y Vives-Rego, 2015 y 2016). En concreto la paradoja alimentaria es uno de ellos, aunque no es menos cierto que las necesarias actuaciones a nivel tecnocientífico y jurídico, deberán  complementarse con  otras actuaciones en los ámbitos de educación, concienciación, promoción e incentivos económicos.
Aunque el sistema agroalimentario actual ha supuesto unos sustanciales avances y mejoras con respecto al pasado, hemos de concluir que todavía es altamente ineficiente cuando se hace balance entre los alimentos que se producen y los que finalmente se aprovechan. Creemos que no se puede considerar este fenómeno como un problema coyuntural y aislado, sino que hay que atribuirle un carácter sistémico y estructural. La sociedad en su totalidad y cada uno de sus agentes del sistema participan en mayor o menor medida, sea por acción, sea por omisión, en la generación de las pérdidas de alimentos. En consecuencia, deberían extenderse las responsabilidades morales atribuidas a todos los ciudadanos y a todos los procesos en  todas sus fases de la cadena alimentaria. Una estrategia atrevida pero quizás necesaria para reducir el desperdicio alimentario sería reducir la producción alimentaria en la cantidad de alimento que se ha desperdiciado, con lo que sería más fácil y menos costoso producir los alimentos que se necesitará la población mundial, que puede alcanzar los 10.000 millones de habitantes en 2050. Sin embargo, reconocemos que esta propuesta es difícilmente ejecutable más allá del marco reflexivo y propositivo. Sostenemos que se debe hacer énfasis en la minimización de los excedentes alimentarios y del desperdicio de alimentos evitable. Esto es lo que dicta, al menos, el sentido común –y ello, por complicado que sea todavía considerarlo como una eficaz y razonable instancia de apelación–.
En los países en vías de desarrollo, es indudable que la implantación de tecnologías adecuadas puede constituir un elemento mayor en la prevención de las pérdidas alimentarias. Sin embargo, en el mundo rico y desarrollado, los cambios de comportamiento del consumidor y una mayor concienciación del problema son las vías que pueden aportar una notable mejora de la situación. En otras palabras, en este problema son fundamentales los comportamientos y actitudes del ciudadano, que deben constituir el eje de las políticas preventivas y las medidas jurídicas.
Es obvio que cada uno de nosotros puede contribuir a reducir el desperdicio de los alimentos no comprando más alimentos de los necesarios, pidiendo en los restaurantes que nos empaqueten la comida que no hemos consumido para llevárnosla o, simplemente, pidiendo expresamente que no incluyan aquellos acompañamientos que sabemos con certeza que no vamos a consumir. Es evidente que la educación e información sobre las pérdidas de alimentos y la promoción de buenos hábitos alimentarios –en todos los sentidos, dicho sea de paso– de los consumidores es francamente necesaria, pero será insuficiente, mientras haya contextos estructurales que favorecen el despilfarro de comida. La información acerca de la magnitud del problema, la educación de los consumidores y el fomento de cambios en los hábitos y comportamientos es importante, pero además es necesario afrontar una reforma estructural del propio sistema alimentario actual, que es el que genera ingentes cantidades de desperdicios de alimentos.
En este sentido, las modificaciones del comportamiento de los consumidores no solo deberían ser incentivadas ideológicamente desde los poderes públicos, sino que también deberían ser apoyadas material e institucionalmente por éstos. De hecho, la libertad del consumidor siempre opera sobre una serie de opciones predeterminadas que no pueden ser objeto de su elección. Por ejemplo, alguien podrá prescindir del coche en sus desplazamientos a su puesto de trabajo en la medida que pueda contar con una red de transporte público alternativa, asequible y eficiente, pero si ésta simplemente no existe, entonces la opción del coche se le impone quiera o no quiera. En el caso del despilfarro alimentario, se hace preciso establecer medidas económicas o políticas que, en los países pobres, contribuyan a la mejora de los procesos de almacenaje y distribución, mientras que, en el caso de los países ricos, limiten el acceso al consumo irresponsable de alimentos y reduzcan el impacto ecológico del desperdicio.

6. Conclusiones
La explotación intensiva en un sentido capitalista de los cultivos y el ganado, la desigualdad de acceso a las materias primas necesarias para la producción alimentaria, los progresos de la tecnología alimentaria, el armazón  legislativo e institucional de gestión de todos los procesos relacionados con la alimentación, el desarrollo de las complejas cadenas de suministro y, por último, el reparto inequitativo de las cargas ambientales, tanto en las regiones favorecidas de los países en desarrollo como en los países ricos, conforman la estructura del régimen alimentario global. Éste ha logrado proveer de muchos más alimentos de los necesarios a la clase consumidora mundial transnacional, pero, además, incentiva por ello el despilfarro alimentario, mientras deja en la cuneta a millones de personas en todo el mundo que o bien pasan hambre o bien no pueden acceder a un nivel mínimo y adecuado de ingesta al tiempo que, por lo demás, genera toda una serie de impactos ecológicos graves. Entre estos últimos, cabe mencionar el agotamiento de los suelos, el incremento en el consumo de agua para la explotación agrícola y ganadera, la erosión del terreno, la explotación hasta el límite de las pesquerías, la reducción de la biodiversidad debido al uso de los agroquímicos y la extensión de las semillas producidas de modo industrial, así como el incremento desproporcionado de los residuos. En consecuencia, el régimen alimentario mundial no únicamente vulnera la justicia alimentaria al no garantizar la seguridad alimentaria de millones de personas en el mundo, por una parte, e impulsar el despilfarro alimentario, por otra, sino que también infringe algunos requisitos mínimos de la justicia ambiental.
Llegados aquí, la cuestión central que plantea el despilfarro alimentario desde una perspectiva global, esto es, desde el punto de vista de la justicia ambiental, es cómo combinar los diversos tipos de estrategias mitigadoras que se han propuesto aquí limitando razonablemente la libertad de algunos para asegurar la de todos a largo plazo. En todo caso, el desperdicio alimentario evitable no solamente representa una presión absurda añadida a la explotación de la biosfera y una carga injustificable sobre las generaciones futuras, que se enfrentarán a un problema mayúsculo de gestión de residuos, sino también un problema de justicia intrageneracional, ya que contribuye a repartir de manera desigual las cargas de un consumo de recursos naturales finalmente no aprovechado. El espectáculo de las toneladas de alimentos comestibles tiradas en los vertederos es, como dice Tristam Stuart, un escándalo; pero un escándalo más insultante, si cabe, si quienes lo contemplan son los millones de personas que pasan hambre o simplemente no tienen la capacidad económica para alimentarse de manera adecuada. Casi podría decirse que el despilfarro alimentario es, en los países pobres, la negligencia de los ambientalmente perjudicados y, en los ricos, la desfachatez de los ambientalmente poderosos. Esperamos que la sabiduría que ha desarrollado el derecho, la tecnociencia y la reflexión de la justicia ambiental, que de formas distintas expresan la voluntad progresiva de los seres humanos, pueda proporcionar soluciones viables antes de que el deterioro ecológico agravado por el despilfarro alimentario sea irreversible.
Ahora bien, más allá de señalar las deficiencias sociales y ecológicas del régimen alimentario mundial, no quisiéramos cerrar este trabajo sin esbozar, finalmente, algunas propuestas que vayan en la línea de alcanzar unas cotas más altas de justicia alimentaria y ambiental. En primer lugar, la modificación del régimen alimentario global no debería pasar solamente por embridar la actuación de las grandes corporaciones del sector alimentario en general –a saber, explotaciones agrícolas y ganaderas, productoras, agroquímicas, distribuidoras y comercializadoras– por parte de unos poderes públicos más comprometidos con la seguridad alimentaria y la justicia ambiental, sino también, aunque ello pueda resultar aún más difícil que lo anterior, por llevar a cabo transformaciones importantes en el entramado jurídico e institucional internacional que se levanta sobre los grandes acuerdos entre Estados, los cuales suelen seguir sin rechistar las directrices de la OMC y, en mucha menor medida, los informes de la FAO y los relatores especiales sobre el derecho a la alimentación del Consejo de derechos humanos. Este entramado contribuye de manera decisiva a perpetuar un escenario en el cual persiste la inseguridad alimentaria, se excluye a los pequeños productores que desarrollan una agricultura o una ganadería de subsistencia, se incita el despilfarro alimentario y se genera un deterioro muy grave desde el punto de vista ambiental. Quizá un nuevo conjunto de reglas comerciales que suprima los subsidios a la agricultura en las regiones ricas del mundo y abra la mano a ciertas formas de proteccionismo agrario en las regiones en desarrollo o pobres, como las que se derivan de la propuesta de la soberanía alimentaria, podrían alterar el modelo e iniciar su transformación en un sentido más progresivo. En segundo lugar, sería también preciso reclamar mucha más coherencia a los Estados y a las estructuras políticas supranacionales que se han comprometido a asegurar el derecho a la alimentación al suscribir convenios internacionales. En este sentido, la idea de considerar la comida y el agua como bienes primarios protegidos por la acción del poder político debería implicar la penalización o incluso la prohibición de toda especulación financiera con ellos. En tercer lugar, sería también preciso iniciar los procesos para que los precios de los alimentos internalicen los costes ambientales acarreados por su producción haciendo las excepciones pertinentes para los casos justificados de emergencia social en los cuales deberían estar subvencionados. Y, en cuarto lugar, sería necesario introducir la enseñanza ecológica en todos los niveles educativos y en todas las materias del currículum con objeto de asegurar, en las generaciones del futuro, la consciencia de que compartimos un mundo natural que explotamos en buena medida gratuitamente y cuyos recursos son finitos. De este modo, sería mucho más fácil poder advertir la plausibilidad de una reflexión ética bajo la cual resulta vergonzoso el desperdicio alimentario          no solo con respecto a aquellos que pasan hambre, no comen lo suficiente en cantidad o calidad, o se les ha desposeído de sus alimentos tradicionales, sino también con respecto a esa Naturaleza, cada vez más maltrecha e irreversiblemente distorsionada, aunque todavía proveedora de sustento, de la cual hablaban ayer el Evangelio de San Juan y John Locke y hablan hoy los científicos, filósofos y activistas partidarios de la justicia alimentaria y ambiental.

Bibliografía
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VVAA (2004): La situación del mundo 2004, Icària, Barcelona, 2004.



[1] Un análisis actual y transversal de los aspectos jurídicos, económicos, sociales, educativos, ecológicos y tecnológicos de las gestión alimentaria actual se hace en Escajedo y De Renobales 2015 y en Colomer Xena, Y. et al. 2016.
[2] A los efectos de este trabajo consideramos suficiente la definición de desperdicio alimentario como “aquel alimento que potencialmente puede nutrir a los humanos directa o indirectamente y que tanto por procesos de deterioro, como por despropósitos comerciales o domésticos, no puede aprovecharse, siendo vertido a la Naturaleza (ríos, mares, fosas sépticas, vertederos, etc.) o convertido en basura”. Téngase en cuenta que muchos “alimentos” son utilizados para alimentar a animales, para que estos a su vez sirvan de alimento a los humanos (nutrición indirecta). Esta situación no se considera un desperdicio a efectos de la paradoja alimentaria. Sin embargo, no podemos dejar de mencionar que la definición de desperdicio alimentario tiene expresiones diferentes. Para un debate más profundo de las diferentes definiciones, véanse: Papargyropoulou et al. 2014,  Thyberg y Tonjes 2016 y Parfitt et al. 2010.
[3] Datos cuantitativos más precisos sobre la malnutrición en el mundo y los niveles de desperdicio alimentario se describen en Parfitt et al. 2010 y en VVAA 2004.
[4] http://rethinkwaste.com.au/about/waste-hierarchy [Consultado el 15 de diciembre de 2017]